El gran
compositor alemán Richard Wagner (1813 - 1883), abogó durante mucho tiempo por
el vegetarianismo y los derechos de los animales. Además criticó duramente la
vivisección, argumentando que los humanos nos habíamos convertido en
"bestias de nuestras presas", denegando cualquier trato amable hacia
los animales que matamos para comer, a pesar de que son seres con capacidad de
sentir y que merecen un trato humano, así como lealtad y compasión. Odiaba la
vivisección, y a los médicos que la practicaban. En 1858, en su carta a Matilde
Wesendonck, habla de su filosofía del sufrimiento hacia nuestros semejantes,
que define como una filosofía de compasiva empatía para hasta el más común y
último de los seres.
Creía en la igualdad de hombres y animales. Comer carne había corrompido a la
raza humana. Para él, el hombre sólo superaba a los animales en su habilidad
para aconsejar.
Wagner sentía mayor compasión por las criaturas más inferiores. Para él, las
criaturas superiores habían llegado a ser lo que eran a través de su propio
sufrimiento y resignación o capacidad para desarrollarla, haciendo que esas
criaturas sean bastante cercanas al hombre. Pero las más inferiores, son
totalmente incapaces de adquirir un estado elevado de resignación, es decir,
"calma divina". Mientras se encuentran atormentadas, sufriendo sin
ningún propósito superior, sólo desean morir; lo que confirma su creencia de
que para ellas habría sido mejor no haber nacido. Pero si este sufrimiento
puede tener alguna explicación, es despertar en el hombre el sentido del
sufrimiento de sus semejantes, y hacerse redentor del mundo.
Entre 1880 y su muerte en 1883, plasmó sus teoría sobre vegetarianismo en
numerosos ensayos. Ordenó a sus seguidores a que fueran herbívoros, pero lo
sorprendente es que él no lo fue. Winifred Wagner, la viuda de su hijo, dijo en
una entrevista en 1972, que "Wagner hubiera deseado ser vegetariano por
razones éticas, pero su delicada salud le prevenía ante un cambio en la dieta.
Sufría del corazón y tenía un eczema en la cara."
CARTA DE
RICHARD WAGNER A ERNST VON WEBER, AUTOR DE LAS CÁMARAS DE TORTURA DE LA
CIENCIA
Apreciado
Señor: Me cree Vd. capaz de poder ayudarle, con mi palabra, en la campaña tan
enérgica que Vd. ha emprendido recientemente contra la vivisección, y parece, a
este respecto, tomar en consideración el número bastante considerable de amigos
cuyo gusto por mi arte me ha proporcionado. Aunque su edificante ejemplo me
incita a intentar responder a su deseo, es sin embargo menos la confianza que
posee en mi poder lo que me decide a imitarle, que un vago sentimiento de
necesidad de estudiar, incluso en este campo tan alejado en apariencia de
aquello que interesa a los artistas, el carácter de la influencia artística que
muchas personas me han atribuido hasta la fecha.
Ya que
una vez más encontramos, en el caso, actual, el espectro de la
"ciencia" que se ha convertido, en nuestra época materialista, desde
la mesa de disección hasta las fábricas de fusiles, en el demonio del
utilitarismo, juzgado únicamente digno de afecto por parte del Estado, creo
que, interviniendo en la cuestión actual, constituye ya una ventaja para mí el
hecho de que tantas voces graves y bien autorizadas se hayan elevado en su
favor, denunciando al buen sentido las aserciones erróneas, cuando no
mentirosas, de nuestros adversarios.
Por otra
parte, ciertamente, se ha otorgado un lugar tan importante al puro sentimiento
en la discusión de este asunto, que hemos proporcionado excelentes ocasiones a
los burlones y chistosos con mala idea, que casi son los únicos que se ocupan
de nuestros discursos , de defender los intereses de la "ciencia". A
mi entender, sin embargo, se está discutiendo aquí la cuestión más grave de la
humanidad, de suerte que las convicciones más profundas no podrán adquirirse
más que después de un examen verdaderamente serio de este
"sentimiento" del que tanta burla se ha hecho. Intentaré de buen
grado seguir este camino, en la medida que mis débiles facultades me lo
permitan.
Lo que me
ha frenado hasta el presente a entrar en una de estas asociaciones protectoras
de animales que existen, es que todos los llamamientos y todas las
instrucciones que les veía publicar se basaban casi exclusivamente en el
principio utilitario. Y es que, sin duda, lo que en primer lugar importa a los
filántropos que se han dedicado hasta el presente a la protección de los
animales es probar al pueblo su utilidad para así obtener un mejor trato. Pues
los resultados de nuestra civilización actual no nos permiten invocar otros
motivos más que la búsqueda de un beneficio en las acciones humanas del
ciudadano. En este preciso momento podemos comprobar hasta qué punto somos
todavía extraños a un motivo exclusivamente noble de tratar bien a los
animales, y qué poca cosa se ha podido obtener realmente de la práctica
corriente: los representantes de la línea de conducta adoptada hasta el momento
por las sociedades protectoras contra una de las barbaries más inhumanas
seguida contra los animales, la que se ejerce en nuestras salas de vivisección
autorizadas por el Estado, no sabrían emitir ni un solo argumento concluyente
desde que se hace valer, para defenderla, la utilidad de esta barbarie.
Quedamos casi totalmente limitados a discutir exclusivamente esta utilidad; y
si se hubiese llegado a poder demostrarla con absoluta certidumbre, sería
precisamente la sociedad protectora de animales quien, siguiendo su línea de
conducta acostumbrada, habría favorecido la crueldad más indigna de la
humanidad contra sus propios protegidos.
Por
consiguiente, para conservar nuestros sentimientos de simpatía con respecto a
los animales, contamos, como única ayuda, con llegar a hacer reconocer
oficialmente la inutilidad de esta tortura científica de los animales;
esperemos que podamos conseguirlo. Aun cuando nuestros esfuerzos hubiesen
obtenido un éxito completo en este aspecto, no se habría logrado nada
definitivo y bueno para la humanidad en tanto la tortura de los animales sea
abolida únicamente en razón de su inutilidad; lo que habremos conseguido es
desfigurar casualmente la idea que dio lugar a nuestras sociedades protectoras
de animales.
Aquéllos
que, para evitar los sufrimientos prolongados a voluntad de un animal, necesitan
otro motivo distinto del de la pura piedad, no podrán nunca sentirse
verdaderamente inclinados a reprimir los malos tratos a animales por parte del
prójimo. Quien quiera que se haya rebelado a la vista del martirio de un
animal, no ha sido arrastrado a ello más que por un sentimiento de piedad;
quienquiera que se une a otros para proteger a los animales, no lo hace más que
movido por la piedad; piedad totalmente desinteresada e inaccesible a todo
cálculo de utilidad o inutilidad. Pero el hecho de que, a la cabeza de todos
nuestros llamamientos y avisos dirigidos al pueblo, no nos atrevamos a colocar
esta piedad como el único móvil discutible que nos mueve, eso sí que demuestra
la maldición de nuestra civilización y la confirmación de que las religiones de
nuestras iglesias oficiales se han quedado sin Dios.
Ha sido
necesaria en nuestro tiempo, la enseñanza de un filósofo (1) que combate de la
forma más despiadada todo lo que hay de falso, para demostrar que la
"piedad" fundada en la naturaleza más íntima de la voluntad humana,
es la única base verdadera de toda moral. Se han burlado de él; el Senado de
una Academia de Ciencias ha llegado incluso a colocarle con indignación en el
Índice; pues la virtud, desde el momento en que no está prescrita por la revelación,
no sabría tomar su fundamento más que en las meditaciones de la razón. La
piedad, considerada del punto de vista de la lógica, fue incluso tachada de
egoísta por excelencia; se ha pretendido que la piedad no se vería motivada más
que por la visión de un sufrimiento extraño que en realidad no causa dolor a
nosotros mismos, pero no por el sufrimiento extraño en sí, el cual
intentaríamos reprimir con el fin únicamente de suprimir su efecto doloroso
sobre nosotros mismos. ¡Qué ingeniosos hemos llegado a ser con el fin de
defendernos, hundidos en el fango del más cruel de los egoísmos, contra los
remordimientos motivados por sentimientos comunes a todos los hombres! También
se ha despreciado la piedad con el pretexto de que se la ha encontrado
frecuentemente hasta en los hombres más groseros, como mínimo de instinto; con
esa excusa, se ha llegado a confundir la piedad con la pena que los testigos de
todo infortunio público o doméstico experimentan tan fácilmente y que traducen,
como a menudo podemos comprobar, en una simple inclinación de cabeza para
después dar la vuelta con un alzamiento de hombros; Hasta el momento en que un
hombre destaca entre la multitud, a quien la verdadera piedad impulsa a prestar
un socorro eficaz.
Aquél que
no sienta inclinación a la piedad y que no haya sobrepasado esta débil pena, se
sentirá feliz de poderse pasar sin ella y de ahí experimentará un perfecto y
agradable desdén hacia la humanidad. Será difícil, en efecto, remitir este
hombre a su prójimo para aprender de éste a practicar la piedad a su manera;
pues, en general, es cosa bastante difícil, en nuestra sociedad burguesa
reglamentada por la ley, obedecer al precepto de nuestro salvador: "Ama a
tu prójimo como a ti mismo ".
En
general, nuestro prójimo es muy poco digno de nuestro amor, y en la mayoría de
los casos, la prudencia nos aconseja esperar del prójimo la prueba de su amor;
igualmente, no tenemos ningún motivo para fiarnos de la simple declaración de
su amor. Si lo examinamos todo con detalle, veremos que el Estado y la sociedad
se hallan combinados de tal forma que, según las leyes de la mecánica, se hace
muy soportable el pasarse sin el amor ni la piedad del prójimo. Queremos decir
con esto que al apostol de la piedad le costará muchos esfuerzos aplicar su
doctrina, de hombre a hombre primero, pues hasta nuestra vida familiar, tan
degenerada en nuestros días, bajo la postración de la miseria y la búsqueda de
nuevas distracciones sería ya incapaz de dar un buen ejemplo. También es bastante
dudoso que estas doctrinas sean acogidas con entusiasmo por parte de la
administración del ejército que, como sabemos, mantiene más o menos el orden en
toda nuestra existencia política, excepto en la Bolsa; ella le probaría que hay
que comprender la piedad en un sentido muy distinto al que cree, es decir al
"en gros", sumariamente, como medio de abreviar los sufrimientos
inútiles de la existencia con proyectiles que dan en el blanco con precisión
cada vez más perfecta.
En
cambio, la "ciencia", revestida de sanción oficial, parece haberse
encargado de practicar la piedad en la sociedad civil, poniendo en práctica
profesionalmente sus dádivas. No queremos hablar aquí de los resultados de la
ciencia teológica que arma a los pastores de almas de nuestros municipios con
el conocimiento de los impenetrables misterios de la divinidad; y supondremos
por un momento, que la práctica de esta profesión incomparablemente hermosa no
habrá prevenido a sus discípulos contra una propaganda como la nuestra. Es
cierto, desgraciadamente, que sería demasiado exigir del dogma estricto de la
Iglesia, que únicamente considerase como base suya el primer libro de Moisés,
que reclamase la piedad de Dios hasta para los animales creados para
"beneficio" del hombre. Sin embargo, en nuestros días, se pueden
superar muchas dificultades y el buen corazón de un cura filántropo ha
encontrado ciertamente, en el ejercicio del gobierno de las almas, muchas
ocasiones que podrían haber dispuesto su espíritu dogmático en favor de nuestra
causa. Aun cuando existan dificultades en la teología para reclamar la simple
piedad en favor de sus fines, encontraríamos sin embargo perspectivas tanto más
estimulantes al examinar la ciencia médica, que arma a sus discípulos para una
profesión consagrada únicamente a aliviar los sufrimientos humanos. El médico
puede parecernos realmente el salvador laico de la vida, ninguna otra profesión
puede compararse a la suya dados los palpables beneficios de su ejercicio.
Llenos de confianza en él, debemos respetar a quien le presta los medios para
curarnos de los crueles sufrimientos, es por ello por lo que contemplamos la
ciencia médica como la más útil y preciosa, y estamos dispuestos a sacrificarlo
todo a su ejercicio y a sus exigencias; es ella, en efecto, la que nos da la
práctica verdaderamente privilegiada de la piedad activa y personal, algo tan
raro de encontrar entre nosotros.
Cuando
Mefistófeles pone en guardia contra el "veneno oculto" de la
teología, queremos ver esta advertencia tan maliciosa como su sospechoso elogio
de la medicina, a la que intenta, para consolar a los médicos, dejar el éxito
de sus experiencias "a la gracia de Dios". Pero, precisamente, esta
buena opinión maliciosa que profesa con respecto a la ciencia médica nos hace
temer que no haga más que contener un "veneno oculto", al menos un
veneno bien ostensible, que el astuto compadre no tiende más que a esconder en
su provocador elogio.
Es
sorprendente, sin embargo, que esta "ciencia " que generalmente se
juzga como la más útil, dé a entender cada vez más claramente que no es una
ciencia, y se esfuerce tanto más en sustraerse a la experiencia práctica para
llegar, gracias a nociones cada vez más positivas, a la infalibilidad que
quiere alcanzar por medio de operaciones especulativas. Son unos doctores
médicos quienes nos informan de ello. Los operadores-profesores de fisiología
especulativa pueden declararles incompetentes, (estos médicos) que se
imaginaban que se trata sobre todo, en el ejercicio en el arte de curar, de la
experiencia accesible únicamente a los doctores-médicos, de la observación
asegurada por parte del individuo dotado de aptitudes médicas especiales y, por
último, de su profunda dedicación, que le hace ayudar siempre que sea posible,
de los enfermos que se confían a él. Mahoma, después de haber pasado revista a
todas las maravillas de la creación, acabó por reconocer que la mayor maravilla
es que los hombres sientan piedad los unos de los otros; nosotros, otorgamos
ciegamente esta (piedad) a nuestro médico, mientras nos fiamos de él, y lo
colocamos, consecuentemente, por encima del fisiólogo que especula, en la sala
de disección y busca resultados abstractos para su propia gloria. Pero perdemos
esta confianza cuando nos enteramos, como el otro día, que en una reunión de
doctores-médicos, por miedo a la "ciencia" o temiendo ser tomados por
hipócritas o supersticiosos, han llegado a desmentir las únicas cualidades
dignas de confianza que los enfermos les suponen y se han constituido y
vulgares servidores del martirio especulativo de los animales, al declarar que
si se suprimiesen los ejercicios de disección que los estudiantes realizan
sobre animales vivos, el doctor-médico no podría ya curar a sus enfermos en un
futuro próximo.
Los
informes que hemos recogido sobre lo que hay de justo y verdadero a este
respecto son tan perfectamente edificantes que la cobardía de estos señores no
conseguiría nunca entusiasmarnos por esta tortura que ellos recomiendan con
filantropía, sino que, por el contrario, nos sentimos inclinados a no confiar más
nuestra salud y nuestra existencia a un médico que toma de ello enseñanza, pues
lo consideramos como un hombre incapaz de sentir piedad y que hace trampas en
su oficio.
Aclarada
de manera tan instructiva la horrorosa chapucería de esta "ciencia"
que se recomienda sea extraordinariamente respetada y puesta bajo la poderosa
protección del "gran público" y sobre todo de nuestros ministros y
consejeros del príncipe, como han recomendado recientemente varios
doctores-médicos en sus tratados destacables sobre todo por su elegante alemán,
podemos esperar con derecho, que el espectro de la "utilidad" de la
vivisección no vendrá a importunarnos en nuestros ulteriores esfuerzos; nos
importará únicamente en adelante utilizar en nosotros, con energía, la "religión
de la piedad"; a pesar de aquéllos que sigan fieles al dogma de la
"utilidad". Desgraciadamente, la forma que acabamos de adoptar de
considerar las cosas humanas, nos ha enseñado que la piedad estaba borrada de
la legislación de nuestra sociedad; pues hemos visto a nuestras instituciones
médicas, bajo el pretexto de ocuparse del hombre, llegar incluso a
transformarse en escuelas de brutalidad -en nombre de la "ciencia"-;
ésta, un día, se desviará naturalmente de los animales contra el hombre que carecerá
ya de protección contra estas experiencias.
Guiados
por esta irresistible sublevación que nos inspiran los terribles sufrimientos
causados voluntariamente a los animales, ¿encontraremos el camino que conduce
al único reino redentor que es la piedad experimentada por todo aquel que vive,
como en un paraíso pérdido y conscientemente reconquistado?
Cuando la
sabiduría humana comprendió un día que el animal y el hombre tienen el mismo
espíritu, parecía ya demasiado tarde para desviar la maldición que habíamos
atraído sobre nuestras cabezas, colocándonos al nivel de bestias feroces que
consumen alimento animal: enfermedades y miserias de todo tipo a las que no
veíamos expuestos a los hombres que vivían únicamente a base de vegetales. El
reconocimiento que de ello hemos adquirido nos hizo comprender la profunda
culpabilidad de nuestra existencia terrestre: decidió a aquéllos que se
convencieron de ello a renunciar a todo lo que excita las pasiones y a
abstenerse de todo alimento animal. Es a estos sabios a quienes se les desveló
el misterio del mundo como un incesante movimiento de desgarramiento que no
podía ser rescatado para volver a la unidad sana y tranquila mas que por medio
de la piedad.
Únicamente
la piedad que sentía por todo ser que respira libertó al sabio de la incesante
metamorfosis de todas las dolorosas existencias por las que debe pasar hasta
llegar a la redención definitiva. Por esto es por lo que compadecía al hombre
sin piedad para con su sufrimiento, y compadecía más profundamente todavía al
animal al que veía sufrir, por saberle incapaz de ser rescatado por la piedad.
Este sabio reconoció que el ser dotado de razón ha alcanzado la felicidad
suprema mediante sufrimientos voluntarios que, por lo tanto, busca con extremo
celo y soporta con pasión, mientras que el animal no espera el sufrimiento
absoluto, que le resulta tan inútil, más que con la terrible ansiedad y un
horrible terror. Y todavía más digno de compasión les parecía a estos sabios el
hombre que podía atormentar voluntariamente a un animal y permanecer insensible
a sus sufrimientos, pues sabía que ése se hallaba todavía más lejos de la
redención que el mismo animal: éste, en comparación, debía ser inocente como un
santo.
Algunos
pueblos, expulsados hacia climas más rudos, viéndose reducidos a la
alimentación animal para conservar su existencia, han mantenido hasta épocas
recientes la conciencia de que el animal no les pertenece a ellos, sino a una
divinidad. Sabían que matando o derribando un animal se convertían en culpables
de un crimen del que debían pedir permiso a Dios; le inmolaban el animal y le
ofrecían, en acción de gracias, las partes más nobles de la presa. Lo que aquí
había sido un sentimiento religioso sobrevivió, después de la decadencia de las
religiones, en algunas filosofías más recientes, como pensamiento rebosante de
humanidad. Léase el hermoso tratado (2) de Plutarco Sobre la inteligencia de
los animales terrestres y acuáticos. Con sensibilidad se considerarán
entonces como ignominiosas las ideas de nuestros sabios y sus iguales.
Hasta
aquí, pero no más allá ¡ay!, podemos seguir las huellas de esta piedad, fundada
en la religión, que nuestros antepasados humanos sentían por los animales, y
parece que el progreso de la civilización, al convertir al hombre indiferente
"al Dios", le haya transformado en animal feroz; en efecto, hemos
visto un César romano, revestido con piel de animal, remedar en público a un
animal feroz.
Un Ser
divino sin mácula se cargó sobre sí la suma enorme de pecados de toda esta
existencia a la que rescató mediante su dolorosa muerte. Es gracias a esta
muerte expiatoria, a lo que todo ser puede saberse rescatado, con tal de que la
haya comprendido y tomado como ejemplo para imitarla. Eso es lo que hicieron
los mártires y santos que se sintieron irresistiblemente arrastrados al
sufrimiento voluntario sumergiéndose en la fuente de la piedad hasta la
destrucción de toda mentira en el mundo. Hay leyendas que nos cuentan que los
animales se aficionaron con familiaridad a estos santos, quizás no únicamente
por la protección que estos les aseguraban, sino porque además se sentían
atraídos por el poderoso móvil de la compasión que de ahí se podía deducir: es
que podrían lamer sus heridas y encontrarían quizás una mano afectuosa y
protectora. En estas leyendas, como, por ejemplo, la de la cierva de Santa
Genoveva, y tantas otras parecidas, existe probablemente un sentido que
sobrepasa al Antiguo Testamento.
Ahora
bien, estas leyendas han desaparecido. El Antiguo Testamento es hoy vencedor y
el animal feroz se ha convertido en el animal "que calcula". Nuestro
credo reza: El animal es útil, sobre todo cuando se nos somete fiándose de
nuestra protección. Hagamos pues de él lo que nos parezca mejor en provecho de
los hombres. Tenemos derecho a torturar a mil perros fieles durante largos días
si de ese modo ayudamos a un hombre a gozar del bienestar
"canibalesco" de "quinientos cerdos".
El horror
causado por las consecuencias de esta máxima no pudo encontrar su verdadera
expresión más que cuando se nos instruyó más claramente sobre los abusos de la
tortura científica de los animales y nos vimos obligados finalmente a preguntar
cómo, no hallándose instruida en los dogmas de nuestra Iglesia, nuestra actitud
con respecto a los animales podía ser considerada como moral y tranquilizadora
de la conciencia. La sabiduría de los Brahmanes, la misma de todos los pueblos
paganos civilizados, nosotros la hemos perdido: al desconocer su conducta con
relación a los animales, tenemos ante nosotros un mundo convertido en "animal"
en el peor sentido de la palabra, (un mundo convertido) en algo infernal. No
existe ni una sola verdad que, incluso aunque seamos capaces de penetrar en
ella, no seamos capaces de esconder con el pretexto de nuestro egoísmo y de
nuestro interés personal: en eso consiste nuestra civilización. Pero, esta vez,
parece que la medida, colmada, se desborda y que pueda abrirse paso una
consecuencia favorable del pesimismo activo, en el sentido del
"benéfico" Mefistófeles.
Totalmente
aparte, pero casi al mismo tiempo en que se manifestaban estas torturas
practicadas en los animales al pretendido servicio de la ciencia, un amigo de
los animales, hombre de ciencia, nos reveló, tras leales investigaciones, tras
atentas lecciones y comparaciones verdaderamente científicas, las enseñanzas de
una ciencia primitiva desaparecida, según la cual es el mismo espítitu el que
da la vida de los animales y la nuestra, más aún, que indudablemente
descendemos de los animales. Esta constatación podría enseñarnos de la manera
más segura, según el espíritu de nuestro siglo sin fe, a señalar con precisión
infalible nuestras relaciones con los animales y, quizás, sería ésta la única
forma de que alcanzásemos la verdadera religión, la del amor a la humanidad,
que el Salvador nos enseñó y afirmó con su ejemplo.
Acabamos
de explicar lo que nos hace a nosotros, esclavos de la civilización, tan
incomparablemente difícil la práctica de esta doctrina. Como, hasta el momento,
hemos empleado a los animales no solamente para alimentarnos y servirnos, sino
también para conocer, mediante los sufrimientos que les provocamos
artificialmente, las enfermedades que nosotros mismos podríamos sufrir cuando
nuestro cuerpo se corrompe por una existencia no conforme con la naturaleza,
por toda suerte de excesos y vicios, deberíamos en adelante utilizarlos en
nuestra educación para purificar nuestra moralidad y hasta, tras buenos
informes, como testimonios indiscutibles de la sinceridad de la naturaleza.
Nuestro
amigo Plutarco nos ha dado ya un ejemplo de ello. Tuvo el atrevimiento de
inventar un diálogo (3), Grilo (Los animales son racionales), entre
Ulises y sus compañeros, que Circe había convertido en bestias, en el que se
niegan a volver a ser metamorfoseados en hombres, alegando razones de lo más
persuasivas. Quien haya leído con atención este curioso diálogo, encontrará
bastantes dificultades exhortando a los hombres que nuestra civilización ha
transformado en brutos a recuperar su verdadera dignidad humana. No se puede
esperar un verdadero éxito más que si el hombre vuelve a tomar conciencia,
gracias al animal, de su naturaleza noble, su sufrimiento y su muerte nos
proporcionarían la medida de la dignidad superior del hombre, que es capaz de
concebir el sufrimiento como lección eficaz y la muerte como expiación que
transfigura, mientras que el animal sufre y muere sin provecho alguno para sí
mismo.
Despreciamos
al hombre que no soporta con resignación los males que le atacan y que tiembla
con insensata angustia ante la muerte: y es precisamente por esta razón por la
que los fisiólogos realizan vivisecciones de animales, por la que les inoculan
venenos que este hombre ha creado a consecuencia de sus vicios y prolongan
artificialmente sus dolores para enterarse de cuánto tiempo podrían evitar a
este miserable la angustia suprema. ¿Quién vería una idea moral en esta
enfermedad o en este remedio? ¿Se acudiría en ayuda, con los mismos
procedimientos científicos, de un pobre obrero que sufriese hambre, privaciones
y agotamiento? Sabemos que es precisamente ése, que - ¡felizmente!- no se
aferra a la vida y la abandona de bastante buen grado, quien sirve a menudo
para las experiencias más interesantes para hacer reconocer objetivamente
problemas fisiológicos. De suerte que, con su misma muerte, el pobre presta
igual servicio al rico, que en vida al trabajar el yeso a costa de su salud
para ofrecerle un nuevo apartamento.
Esto es,
sin embargo, lo que el pobre hace con estúpida inconsciencia. Se podría
suponer, por el contrario, que el animal se dejaría torturar y atormentar por
su dueño a sabiendas y de buen grado, si se le pudiese hacer comprender que
está en juego la salud del hombre, su amigo. Esto no es mucho decir; se puede
percibir esto si observamos que los perros, caballos y casi todos los animales
domésticos y domados no llegan a ser adiestrados más que cuando comprenden qué
trabajos les pedimos. Desde el momento en que lo comprenden, los ejecutan
siempre de buen grado. Las personas brutas o imbéciles, por el contrario, creen
que es necesario manifestarles su voluntad mediante castigos cuya intención el
animal no comprende y que interpreta mal. Y esto, como consecuencia, engendra
nuevos malos tratos que quizás serían útiles si le fuesen aplicados al dueño
que conoce el significado del castigo. Sin embargo, no disminuyen el amor y la
fidelidad que el animal, tratado de manera tan insensata, testimonia a su
verdugo. Un perro, hasta en medio de los dolores más violentos, puede ser
acariciado por su amo. Los estudios de los vivisectores nos lo han enseñado: en
interés de la humanidad deberíamos buscar mejor de lo que se ha hecho hasta el
momento qué opiniones sobre el animal se podrían sacar de estas experiencias.
Obtendríamos un beneficio meditando sobre lo que ya sabíamos de los animales y
las enseñanzas que todavía podríamos sacar.
El hombre
no era superior a los animales, que nos enseñan todas estas artes mediante las
cuales los hemos sometido a ellos mismos, más que por el fingimiento y la
astucia pero no por el valor ni la bravura; pues el animal lucha hasta que
acaba por sucumbir, indiferente a las heridas y a la muerte. "No sabe ni
suplicar, ni pedir gracia, ni aceptar su derrota". Sería un error querer
basar la dignidad humana en el orgullo humano, contra el de los animales, y no
podemos explicar más que por nuestro mejor arte del disimulo. Nos vanagloriamos
de este arte. Lo denominamos "razón" y creemos poder distinguirnos
orgullosamente del animal gracias a este arte, por ser capaz, entre otras
cosas, de hacernos parecidos a Dios. A lo que Mefistófeles da su propia opinión
cuando encuentra que el hombre no emplea su razón "más que para
convertirse en más bruto que cualquier animal".
El
animal, en su gran sinceridad e ingenuidad, no sabe valorar cuán moralmente
despreciable es este arte mediante el cual le hemos sometido; reconoce en él,
en todo caso, algo demoníaco y le obedece por temor. Ahora bien, si el hombre
que manda ejerce la clemencia y una bondad amable con relación al animal,
convertido en adelante en tímido, podemos suponer que reconoce en su dueño algo
de divino y que honra y ama tan fuertemente este rasgo divino que dedica
exclusivamente a su servicio sus virtudes naturales de valor, fiel hasta la más
dolorosa muerte. Del mismo modo que el santo se siente empujado
irresistiblemente a testimoniar su fe en Dios mediante las torturas y la
muerte, igualmente, el animal se halla inclinado a testimoniar el amor a su amo
a quien venera como a un Dios. Un único lazo, que el santo ya había podido
romper, une al animal, pues no puede dejar de ser sincero con la naturaleza: la
piedad hacia sus pequeños. Pero ante los obstáculos que de aquí se suceden,
sabe tomar una decisión. Un viajero abandonó a su perra que le acompañaba, y
que acababa de parir, en la cuadra de una posada y regresó solo a su casa, a
tres horas del lugar. A la mañana siguiente encontró, sobre la paja de su
patio, a los cuatro cachorros y a la madre muerta junto a ellos. Había
realizado el camino, lleno de ansiedad e impaciencia, llevando cada vez a uno
de sus pequeños. No fue hasta el momento que hubo colocado el último en casa de
su amo cuando no estando ya obligada a dejarlo, se abandonó en manos de una
muerte retrasada por el dolor.
He aquí
lo que el ciudadano "libre" de nuestra civilización denomina
"fidelidad de perro", subrayando con desprecio la palabra
"perro". ¿Y no tomaríamos ejemplo del animal, del que somos sus amos,
ejemplo que nos edifica y nos conmueve, en un mundo en que el respeto ha
desaparecido totalmente o, en donde si todavía existe, no constituye más que un
fingimiento hipócrita? Cuando, entre los hombres, encontramos una fidelidad
consagrada hasta la muerte, deberíamos reconocer a partir de este momento un
noble lazo de parentesco con el mundo animal y ello no debería humillarnos;
pues muchas razones demuestran que esta virtud es practicada por los animales
más puramente, más divinamente que por los hombres. El hombre, en efecto, es
capaz de reconocer en el sufrimiento y en la muerte, abstracción hecha de su
valor reconocido por el mundo, una expiación que le hace feliz, mientras que el
animal, sin considerar mediante razonamiento una eventual ventaja moral, se
sacrifica entera y puramente por amor y fidelidad (aunque nuestros fisiólogos
se encargan de explicarnos esto como un simple proceso químico de ciertas
sustancias elementales).
A estos
"simios" que, en la angustia de su impostura trepan al árbol de la
ciencia, se les debería recomendar en todo caso que examinasen no el interior
de un animal vivo sino, más bien, que mirasen en sus ojos con un poco de
tranquilidad de reflexión. Allí quizás, vería el hombre de ciencia, expresado
por primera vez, lo más digno que existe para los humanos: la sinceridad, la
imposibilidad de la mentira, y entonces, mirando más de cerca, le hablaría de
la sublime tristeza que la naturaleza siente por el orgullo lastimoso y falible
del sabio: porque, cuando realiza una broma científica, el animal se toma la
cosa en serio.
Que el
sabio desvíe su mirada primero hacia su prójimo que, nacido en la indigencia
absoluta, sufre verdaderamente, deteriorado desde su más tierna infancia por
trabajos excesivos que han arruinado su salud, muriendo prematuramente por mala
alimentación y tratamientos inhumanos de todo tipo, hacia este prójimo que le
considera con aire inquieto, con sumisión estúpida. Quizás entonces se confesará
a sí mismo que ese es en todo caso y con toda certeza un hombre como él. Esto
constituiría un resultado. Pero si no podéis imitar al animal compasivo que, de
todo corazón, comparte el hambre de su amo, intentad sobrepasarle ayudando a
vuestro prójimo habriento a procurarse el alimento necesario, lo que os
resultaría fácil sujetándole al mismo régimen que al rico y dando ese exceso de
alimento que hace que caiga enfermo a quien permitiría convertir en persona
sana. Y para ello no serán en absoluto necesarios manjares suculentos como las
alondras que se encuentran mejor en la naturaleza que en vuestro estómago. Pero
para ello sería necesario que vuestro arte fuese suficiente. Ahora bien, no
habéis aprendido más que artes inútiles.
Unos
derechos a la entrega de una herencia considerable dependían de la muerte,
diferida hasta cierta fecha, de un señor húngaro moribundo: los interesados
pagaron enormes honorarios a los médicos para prologar su vida hasta el día
fijado; se llamó a los médicos, allí existía algo interesante para la
"ciencia" ¡Dios sabe cuántas sangrías y envenenamientos realizaron!
Fue un éxito. Recibimos la herencia y se remuneró brillantemente a la ciencia.
Con seguridad podemos pensar que tanta ciencia nunca sería empleada en beneficio
de nuestros pobres obreros. Pero quizás resultaría alguna cosa más: un profundo
examen de nuestro interior.
El horror
que todo el mundo experimenta sin duda hacia los peores tratamientos
imaginables, aplicados a los animales, en pretendido beneficio de nuestra salud
- ¡y ésta sería la peor cosa que podríamos poseer en un mundo sin corazón-,
(este horror) ¿no provocaría por si solo este examen, o bien sería necesario
empezar por demostrarnos que esta utilidad es falsa, cuando no engañosa, y que
se trataba en realidad de una vanidad de virtuoso o de la satisfacción de una
curiosidad estúpida? ¿Esperaríamos que la vivisección humana realizase nuevos
sacrificios en favor de la "utilidad"? ¿No es necesario que el
interés del Estado tenga más valor para nosotros que el del individuo?
Un
Visconti, duque de Milán, estableció una pena contra los grandes criminales de
Estado que fijaba en cuarenta días la duración de las torturas mortales del
delincuente. Este hombre parece haber reglamentado por adelantado los estudios
de nuestros fisiólogos; estos saben prolongar los tormentos de un animal capaz
de soportarlos físicamente a cuarenta días en los casos más favorables, pero
menos como antiguamente por crueldad calculada que por economía. El edicto de
Visconti fue ratificado por el Estado y la Iglesia, pues nadie se sublevó
contra él; sólo los que no consideraban estos terribles tormentos como el caso
peor, se vieron motivados a luchar contra el Estado en la persona de monseñor
el duque.
Que el
Estado moderno se ponga en el lugar de estos "criminales de Estado" y
que coloque a los señores vivisectores, deshonor de la humanidad, a la puerta
de sus laboratorios. ¿Dejaríamos de nuevo esta labor a los "enemigos del
Estado", considerando como tales, según la más reciente legislación, a los
llamados "socialistas"? En efecto, sabemos que -mientras el Estado y
la Iglesia se devanan los sesos para decidir si deben ocuparse de nuestras
reivindicaciones y si no hay que temer, por otra parte, la cólera de la
"ciencia" ofendida- la violenta invasión de uno de estos laboratorios
de vivisección, producida en Leipzig, así como el rápido aniquilamiento de los
animales despedazados extendidos, conservados durante semanas de martirio y una
buena tunda administrada al guardián que vigilaba estas horribles salas de
tortura han sido considerados como atentado brutal contra el derecho a la
propiedad y atribuidos a subversivas intrigas socialistas.
(Matar a
los animales que están siendo sometidos a atroces experimentos no es la
solución. Los animales en tal situación deben ser atendidos, y no asesinados.
La vivisección debe ser abolida y prohibida por la ley. Nota del editor)
¿Quién no
se convertiría en socialista al ver que nuestro esfuerzo contra la perpetuación
de la vivisección y la petición de su abolición son rechazados por el Estado y
por el Imperio?
Pero no
se trataría más que de una abolición absoluta, no de una "restricción tan
extendida como sea posible" bajo el "control del Estado", pues
no podría tratarse de hecho el control del Estado más que de la presencia de un
gendarme especialmente calificado en toda conferencia fisiológica de los
señores profesores ante sus "espectadores".
Nuestra
conclusión, desde el punto de vista de la DIGNIDAD HUMANA, es que ésta no se
manifieste más que.allí donde el hombre puede diferenciarse del animal por la
piedad que sentiría por el animal mismo, pues podemos aprender del animal la
piedad con relación al hombre, desde el momento en que se trata al animal
razonablemente y con humanidad.
Si esta
conclusión hiciese que se riesen de nosotros y si nuestros intelectuales
nacionalistas nos rechazasen, si la vivisección continuase prosperando en
público y en privado, deberíamos por lo menos un beneficio a sus defensores: el
que, incluso como hombres, abandonaríamos fácilmente y de buen grado este mundo
en donde "un perro no podría seguir viviendo por más tiempo" incluso
aunque no se nos debiese interpretar un réquiem alemán (4)
NOTAS
(1) Se
refiere a Arthur Schopenhauer.
(2) Se
refiere al tratado Sobre la inteligencia de los animales. Otros escritos
de Plutarco en defensa de los animales son Sobre comer carne y Grilo.
Plutarco y otros filósofos de la antigüedad como Porfirio, autor de un tratado Sobre
la abstinencia de la carne de los animales, rechazaban la barbarie humana
con los animales.
(3) Se
refiere al tratado Los Animales son Racionales, también denominado con
el nombre del cerdo que lo protagoniza: Grilo.
(4)
Alusión a Un réquiem alemán de Johannes Brahm
Tomado de NON